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Nuestra época va adquiriendo conciencia de que la crisis económica mundial como la devastación generalizada del medio natural son aspectos particulares de una crisis más amplia que concierne los modos de vivir, y por ende el sentido y valor que conferimos a la vida y a la existencia en general. La crisis de la sociedad es una crisis de la cultura o de la “civilización”, esto es, la de un determinado modo de vida articulado por una representación globalizante del mundo, y encarnado en modelos específicos de subjetividad y de subjetivación.

Desde el siglo XIX por lo menos, hombres y mujeres muy diversos han descrito los aspectos más característicos de este modelo de subjetividad, que ya se venía generalizando por aquel entonces. Según tal modelo, una subjetividad es un “individuo” esencialmente separado de otros individuos, de la sociedad, de los demás seres vivos y de la materialidad que lo sustenta. La sociedad es entendida como una simple colección de individuos que se pretenden absolutamente soberanos y se instituyen en “sujetos” engarzados en relaciones de competencia con otros “sujetos” para la apropiación privada y acumulativa de la materialidad, de lo viviente y del trabajo social. Esta actividad de apropiación privativa de la realidad humana y no humana, que determina el horizonte de vida de cada individuo, supone una representación de las cosas, de lo viviente, del trabajo social y del mundo en general como algo apropiable de manera privada y acumulativa. La significación de lo real como ente apropiable elimina toda simbólica que relacione solidariamente a las subjetividades unas con otras y con los animales, las plantas, las piedras, los ríos y las estrellas del firmamento. Así, las creaciones simbólicas de la cultura que confieren sentido y valor al mundo y a la actividad humana van desapareciendo. Nietzsche llamó “muerte de Dios” o “nihilismo” este desplome del sentido y del valor, que es asimismo un desplome de la simbólica del estar-en-relación o de la dimensión espiritual de la vida, en el sentido que los “románticos” del siglo XIX daban a la palabra “espíritu”.

El nihilismo es el producto histórico de un régimen social y económico donde tiende a borrarse la capacidad humana de (re)crear sentido existencial y valores, y en el que la actividad social tiende a reducirse a la reproducción perpetua de medios y fines sometidos a la finalidad absoluta del poseer y del poder sobre lo humano y lo no humano. Desde el mismo siglo XIX, tal modelo de sociedad ha sido caracterizado como capitalista. El capitalismo –ya sea privado o de Estado– es un régimen de clausura de lo posible que asigna al humano y todo lo que existe el significado absoluto de recurso disponible en vista de la acumulación de poseer y de poder. Por ello, el capitalismo es en sí un régimen de devastación de lo humano y de la naturaleza no humana, régimen que resulta incompatible con la cultura cuyo significado primero es, recordémoslo, el cultivo de la tierra –antes de ser el cultivo de lo humano–. El nihilismo –pensado a partir de Nietzsche como desencadenamiento de la “voluntad de poder”– es la representación general del mundo que sustenta al capitalismo, y el estatuto de esta representación no escultural sino ideológico –en el sentido propio del concepto de ideología elaborado inicialmente por Marx–.

Al igual que en el siglo XIX, la crítica del régimen “moderno” de devastación de la vida humana y de la vida en general pasa hoy día por una crítica cultural del capitalismo, que asumiría el hecho de que el capitalismo no es simplemente un modo de producción sino también y ante todo un régimen de confinamiento de lo humano en el corral de una racionalidad meramente instrumental y calculadora orientada hacia la finalidad absoluta del poseer acumulativo y del poder sobre los otros y sobre las cosas. Un régimen que engendra una subjetividad “unidimensional” capaz de finalidades utilitarias pero incapaz de (re)crear social e incesantemente una simbólica del sentido existencial. Una subjetividad sin espíritu, como la de aquel “último hombre” descrito par Nietzsche: un hombre que a fuerza de mirar hacia abajo ya no logra entender el significado de la palabra “estrella”.

La crítica de la clausura capitalista de lo simbólico no implica en modo alguno que sea necesario volver a los relatos de sentido y valor que existían en la época de Nietzsche –como lo pretenden ciertos integrismos religiosos y políticos del presente–. Hay en efecto una “verdad” del pensamiento de Nietzsche sobre el nihilismo: frente a la afirmación dogmática y esencialista de la absoluta “objetividad” del sentido existencial y de los valores, que defiende una tradición metafísica y ontoteológica, la crítica nietzscheana de los “valores” representa sin duda el advenimiento de una nueva lucidez. Hemos perdido la creencia en fines y valores preestablecidos por la Razón o por Dios, nos ha abandonado la certidumbre del Progreso o de un acaecer feliz de la humanidad dictado por leyes inexorables de la Evolución, la Historia, la Razón o la Divinidad. En esto observamos sin duda la huella de la exigencia crítica del pensar, que recorre la historia de todas las culturas. La crítica cultural del capitalismo es una modalidad de tal exigencia, aplicándola igualmente al dogmatismo “nihilista” que concibe la ausencia de sentido y valor como una especie de atributo “ontológico” de la existencia. Ella nos invita a repensar históricamente las condiciones del sentido existencial y del valor, más allá de toda dogmática y más acá de las dicotomías establecidas entre la “realidad” y la “utopía”, la “razón” y la “imaginación”, lo “visible” y lo “invisible”. Entiende de este modo contribuir a liberar un espacio de pensamiento y de pasión en vista a la (re)creación de las “energías utópicas” de lo humano o, para decirlo tal vez más sencillamente, del espíritu humano.

En las páginas que siguen, este libro busca proponer, de manera sucinta, una serie de puntos de referencia históricos y temáticos de la crítica cultural del capitalismo.